A la hora de catar un vino, el primero de los sentidos que aplicaremos siempre será el de la vista, el cual adelanta virtudes y defectos del vino al catador y podremos apreciar por medio de su limpidez, brillantez y transparencia, el estado de un vino. La limpidez está determinada por el grado de transparencia del vino (un vino falto de ésta indica problemas); es consecuencia de un correcto filtrado y clarificado y se expresa con términos como: límpido, opaco, brillante, sucio, transparente, turbio, etc.. El brillo es una expresión de vivacidad y un factor importante, ya que un vino apagado puede indicarnos una falta de salud, y se puede definir como: luminoso, mate, centelleante, vivo, apagado, cristalino o nítido, como ya hemos indicado. Otros de los aspectos importantes son la fluidez o densidad que se adjetiva con los términos acuoso, pleno, graso, y oleaginoso, y el desprendimiento de gas carbónico en forma de pequeñas burbujas en el caso de los espumosos.
Pero sin duda alguna, el atributo primordial en la fase visual de la cata es el color con todas sus tonalidades, ya que nos transmite mucha información sobre el tipo de vino y su edad; la intensidad nos refleja el cuerpo del vino, cuanto mayor sea el color mayor concentración tánica (sobre todo en vinos tintos), y por otra parte el matiz nos cuenta la evolución que ha sufrido. El color también va a depender de la variedad a partir de la cual se elabora el vino (el Cabernet Sauvignon tiende a colores aframbuesados, la Garnacha es una uva que produce vinos más oscuros...), del grado de madurez de la misma y de la duración de la maceración.
Y por último es importante que la apreciación del color de un vino la hagamos inclinando la copa sobre un fondo blanco; la superficie del vino queda dispuesta en forma ovalada y nos permite una mejor observación del matiz y el color. También la coloración de la espuma producida al verter el vino en la copa nos revela si se trata de un vino joven o viejo.
En los tintos, el rojo es el color principal y sus distintas tonalidades pueden ser rojo violeta, cereza, grosella, rubí, granate, bermejo, púrpura, teja, etc.. En cuanto a los reflejos que apreciaremos serán violáceos, cardenalícios y azulados para el tinto joven, cereza, picota y guinda para un vino algo más maduro, teja y ladrillo para los vinos viejos y marrones en los más oxidados.
En los vinos blancos la gama de color oscila del blanco pálido al amarillo normalmente con reflejos verdosos. Blanco pálido, amarillo verdoso, amarillo pajizo, oro pálido dorado, ambar y pardo son algunos de los colores con que nos podemos encontrar. Los reflejos serán verdosos si se trata de un vino joven, dorado si es viejo, paja si es maduro y ambarinos si está pasado.
En los vinos blancos generosos los colores van del dorado pálido de las manzanillas y los finos al caoba más o menos oscuro de los amontillados, olorosos y palos cortados.
En los rosados la gama va del rosa al salmón o anaranjado pasando por rosa cereza, frambuesa, rosa ambarino, piel de cebolla y rosa albaricoque entre otros términos. En los rosados un joven tendrá reflejos frambuesas, el maduro fresa fresca, un vino viejo fresa madura y si es viejo éstos se tornan albaricoque.
Los cavas y champagnes siempre van a caracterizarse por su color amarillo pajizo, que irá "in crescendo" hasta el oro pálido o intenso en el caso de los millésimes.
El órgano del olfato se encuentra situado por encima de las fosas nasales, en la parte superior de la nariz y en primer lugar tenemos que saber que reconoce una serie de sustancias muy volátiles (ésteres y aldehídos) gracias a que éstas activan unas terminaciones nerviosas de la nariz. Sorprendentemente, la sensibilidad del olfato es casi 10.000 veces mayor que la del gusto; una nariz bien entrenada puede distinguir hasta casi 4.000 olores distintos; y en una copa pueden surgir hasta 200 aromas diferentes.
Para llegar a la nariz y percibir todas estas sensaciones hay que respirar profundamente para que las moléculas olorosas alcancen los receptores olfativos, que deben mantenerse en excitación unos segundos para así ir creando una buena memoria olfativa. Cuando nos acercamos la copa a la nariz e inhalamos, percibimos los aromas que desprende la superficie del vino; si lo agitamos con un movimiento de rotación, aumentará el desprendimiento de éstos y su intensidad, lo que llamamos vía directa o nasal.
Al llevar el vino a la boca, entrando en contacto con la lengua gracias a la movilidad de ésta y de las mejillas aumentamos su temperatura, este calentamiento hace que el desprendimiento de aromas del vino sea mayor y, al tragar, el aire procedente de la cavidad faríngea nos permitirá percibir de nuevo sustancias aromáticas por la vía retronasal, es decir, por el conducto interno que va de la cavidad bucal a nuestras fosas nasales.
En la cata es muy importante distinguir entre aromas (término que emplearemos para las impresiones positivas) y olores (palabra con la que designaremos las sensaciones negativas). Los aromas pueden agruparse en varias series, ya Linneo en su momento los agrupó en varias categorías, de las cuales destacaremos las 10 más importantes:
Los sabores del vino se pueden clasificar en: dulces, salados ácidos, y amargos.
En los vinos, los sabores amargos corresponden a los compuestos fenólicos del vino y se constituyen a partir de las partes sólidas de la uva (pepitas y hollejo) y del racimo (escobajo o raspón), o bien llegan el vino por aporte de las maderas en las que es fermentado y envejecido el vino.
Los sabores salados pocas veces se encuentran presentes en el vino, y provienen de dos clases de sales: inorgánicas (sales minerales entre las que destacan fosfatos, sulfatos...) y orgánicas procedentes de los ácidos de este mismo tipo, como los tartratos. Las sales las podemos encontrar en la fase visual en forma de pequeños cristales en el fondo de la botella y su presencia no influye en la calidad del vino.